Jesús
entra en Jerusalén pocos días antes de su pasión. De hecho la liturgia nos lo
quiere recordar con los dos evangelios que se leen en este día: uno para la
bendición de la palmas (entrada en Jerusalén montado en un borrico) y otro para
la celebración de la eucaristía (narración de la pasión, este año del evangelio
de Marcos).
Son las
dos caras de la misma moneda: la gente sencilla lo aclama, proclama la llegada
del reino de Dios; mientras que los poderosos traman su muerte, «los sumos
sacerdotes y los escribas pretendían prender a Jesús a traición y darle muerte»
La
muerte de Jesús que buscan el poder religioso (sumos sacerdotes, ancianos y
escribas) y el político (procurador romano) responde a cómo vivió Jesús y a su
predicación. Es alguien molesto.
La causa
de Jesús no acabará con su muerte. Sus enemigos se equivocaron pensando que
matándolo la pondrían punto final. El reino de Dios, que aclamaban gritando la
gente sencilla al paso de Jesús, llega. Nada ni nadie lo puede parar. El final
del evangelio que hoy hemos escuchado y meditado no ha llegado todavía. La
última palabra en la historia la tiene Dios y, en este caso, será resucitando a
su Hijo.
Serán
los sencillos los que verán colmadas sus esperanzas. La prepotencia de los
poderosos no tiene la última palabra.
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