«¡Cristo
ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!» Con este saludo y la consiguiente
respuesta nuestros hermanos cristianos orientales se saludan este día tan
especial, tan extraordinario, y durante todo el tiempo pascual. Hoy celebramos
que la muerte no ha podido con Jesucristo, con su mensaje, con su proyecto.
Dios Padre lo ha resucitado.
El
evangelio de Juan nos presenta a María Magdalena como primer testimonio del sepulcro
vacío del Señor. Lo que comunica inmediatamente a Pedro y al discípulo amado.
Ambos llegan corriendo. Es el «discípulo amado» el que al entrar, ve y cree.
Entiende las Escrituras, puntualiza el narrador.
El
evangelista pretende que nosotros lectores y lectoras nos identifiquemos con la
actitud del «discípulo amado». Éste personaje –del que curiosamente no se menciona
el nombre en todo el evangelio– es capaz de creer a partir de unos signos
materiales, que en sí no producen la fe. Sólo una fe profunda, cimentada en la
Palabra de Dios, y una confianza plena en la persona de Jesús permiten captar y
asumir la fuerza de la resurrección del Señor. Será el discípulo que se siente
amado personalmente por Jesús quien entenderá que Jesús vive, que ha vuelto a la
vida, que su mensaje y su proyecto valen la pena. Dios Padre resucitándolo lo
ha certificado.
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