Jesús se
revela contra un mundo en el que lo económico es lo prioritario; el dinero
importa más que las personas. Y esto ocurría incluso en el Templo de Jerusalén.
El Templo era el lugar de la «presencia de Dios» y los vendedores y cambistas,
los especuladores monetarios, habían convertido «en un mercado la casa de mi
Padre», dirá Jesús. La reacción de Jesús es visceral. No puede admitir que el
Templo de Dios se haya transformado en un lugar de negocios y de exclusión.
Pero la
narración evangélica aprovecha la escena para explicar una realidad más
profunda. Jesús es el auténtico Templo de Dios. En su humanidad se hace efectiva
de una forma única la presencia de Dios. Dios se hace presente en el ser
humano.
La
resurrección de Jesús será el signo definitivo de esta realidad. Jesús ha
inaugurado una nueva forma de entender lo sagrado, lo santo. Cada hombre y cada
mujer son el lugar donde se manifiesta la santidad de Dios, su presencia única.
Lo
prioritario en sus seguidores, en los que perciben esta nueva realidad, no
puede ser el dinero, el poder o el prestigio social. No podemos admitir la
exclusión de ningún ser humano por ninguna causa. La vida, la predicación de
Jesús, su muerte y su resurrección inician un nuevo devenir, donde lo nuclear
es el ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios.
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