Las
enfermedades de la piel (conocidas en el Antiguo Próximo Oriente como lepra)
eran motivo de exclusión social y religiosa; de esto nos habla tanto la primera
lectura como el evangelio de este domingo.
Jesús,
que no conoce ni admite acepción de personas y rechaza toda forma de exclusión
o marginación, atiende a este ser humano, enfermo, que le suplica ayuda. Jesús
le cura y el leproso «queda limpio». Le devuelve la salud y, sobre todo, su
dignidad de persona, de «hijo de Abraham», que le habían negado. Pasa de ser
alguien marginado social y religiosamente a una persona con honra. Pero Jesús
no quiere publicidad, «no se lo digas a nadie», le requerirá. Sus acciones
constatan el amor misericordioso de Dios, que toma forma humana en su persona.
Y eso es lo único importante.
A nosotros nos gusta más el que nos reconozcan nuestros logros o las cosas buenas que hacemos. Nos agrada la palmadita en la espalda. El mensaje de este evangelio es otro. Todo ser humano es amado por Dios en si mismo, independientemente de su condición social o forma de ser. Ésta ha de ser también nuestra tarea: el batallar para que sea reconocida la dignidad humana de cada persona, sin exclusiones.
A nosotros nos gusta más el que nos reconozcan nuestros logros o las cosas buenas que hacemos. Nos agrada la palmadita en la espalda. El mensaje de este evangelio es otro. Todo ser humano es amado por Dios en si mismo, independientemente de su condición social o forma de ser. Ésta ha de ser también nuestra tarea: el batallar para que sea reconocida la dignidad humana de cada persona, sin exclusiones.
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