En la proclamación del evangelio del domingo pasado, fiesta de la Ascensión, oímos que los discípulos se sienten inseguros, «algunos vacilaban»; hoy escuchamos que tienen «miedo». Dos actitudes muy distantes de una fe auténtica: inseguridad y temor; pero muy humanas. Con Jesús todo cambia: el trae paz y alegría. Donde hay paz y alegría no hay lugar para la confusión y el miedo. Jesús da a sus discípulos (nos da) el Espíritu Santo: Él, el Espíritu, es quien posibilita este cambio tan sorprendente de actitud.
Es el Espíritu Santo el que ofrece la reconciliación, el perdón en la comunidad de los seguidores de Jesús. Debemos reconocer el papel insustituible del Espíritu Santo en nuestras vidas, en el acontecer de la vida eclesial, en el mundo…
La fiesta de Pentecostés es una oportunidad, para el discipulado de Jesús, de descubrir la acción del Espíritu Santo, de tenerle en cuenta en nuestras decisiones, de contar con Él para continuar la misión inaugurada por Jesús, de confiar que con Él el mundo y la historia pueden cambiar. Él nos acompaña para que en nuestra existencia, en la vida, en la Iglesia, en el mundo haya paz, alegría, perdón, amor. ¡Es posible!
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