Las
manifestaciones de Dios suelen ser más sencillas de lo que imaginamos o incluso
desearíamos. En la narración del evangelio de este domingo encontramos dos personajes
humanos, Juan Bautista y Jesús (Jesús, además de hombre, es el Hijo de Dios) y
dos divinos, el Espíritu Santo y Dios-Padre. Juan es un hombre humilde, no se
predica a si mismo, como hacen otros; él es un mensajero, el anuncia a alguien
más grande, al Mesías, a Jesús, y afirma «yo no merezco agacharme para
desatarle las sandalias». Jesús, por su parte, se presenta como uno más ante el
Bautista, para ser bautizado.
La
escena siguiente no es tan aparatosa como parece, desde una lectura precipitada
y pueril. El Espíritu santo baja sobre Jesús, de la misma forma que baja una
paloma cuando está volando, y la «voz» del Padre avala la labor que inicia el
Hijo. Seguramente sólo es perceptible para los que tienen fe, entre los que
están, lógicamente, Jesús y Juan Bautista. Dios quiere, una vez más, mostrar el
amor que nos tiene. Envía a su Hijo para que todos los seres humanos nos
reconozcamos como hermanos. Y esta nueva etapa de salvación, la definitiva, se
inicia de una forma simple, sencilla, aunque, al mismo tiempo, de una gran
intensidad teológica.
A
nosotros nos gusta más el «espectáculo», lo ruidoso, lo llamativo… La forma de
actuar de Dios, de Jesús es otra.
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