Comenzamos un nuevo año, y la primera festividad que
celebramos es la de María, madre de Dios. Será Pablo el primero que nos
recordará (segunda lectura) que «envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer». Y la
mujer es María. Este acontecimiento nos ha abierto el camino para vivir en
plenitud la filiación divina; ahora podemos llamar a Dios, abba, padre,
papá. La madre de Jesús ha jugado un papel importantísimo, necesario en este
evento.
La liturgia nos invita a meditar en este día una lectura del
evangelista Lucas que nos trae a la memoria lo nuclear de las celebraciones
navideñas que estamos viviendo. Unos personajes sencillos, unos pastores,
reconocen la acción de Dios en algo tan normal y cotidiano como encontrar a un
niño, a Jesús, acostado en un pesebre, con María y José, sus padres. Y ello les
anima a dar gloria y alabanza a Dios.
María, por su parte, «conservaba todas estas cosas, meditándolas
en su corazón». Ella acoge la acción de Dios y la hace suya. No siempre
entiende todo, pero la «Palabra de Dios» va calando en ella, la guarda y la
medita en su corazón.
Estas dos actitudes que sugiere el evangelista son
fundamentales: saber ver la acción de Dios en lo simple y cotidiano, y dar
gracias por ello; y la escucha atenta, permeable de la Palabra de Dios,
guardándola en lo más íntimo nuestro, meditándola en el corazón. Sólo así
cambiarán nuestras vidas y también la sociedad y la iglesia, según el plan
amoroso de Dios.
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