Los templos, las iglesias (como lugares) siempre
nos han «hablado» de la presencia de Dios. En el judaísmo se habla de la
«shekiná», del lugar de la presencia divina. Desde esta perspectiva es
comprensible el relato del evangelio de hoy, donde el narrador presenta a Jesús muy
enfadado por la forma en que es utilizado el Templo de Jerusalén, lugar donde
Dios se hace presente como Padre de todos sin excepción. No es un lugar de
negocios ni de exclusiones.
Pero el evangelista nos quiere introducir en una
realidad más profunda: el auténtico Templo es la persona de Jesús, es Jesús
mismo. En Él, en su humanidad, se manifiesta plenamente la presencia de Dios.
Cada iglesia, cada basílica, cada templo nos
recuerdan que Dios se hace presente entre nosotros; pero el signo más claro de
esta realidad es la «encarnación». Dios ha querido tomar forma humana, hacerse
uno de nosotros, compartir nuestras alegrías y sufrimientos, incluso hasta la
muerte y una muerte afrentosa como es la de la cruz. Y nos evoca que la
presencia de Dios ahora tiene forma humana, que cada persona es imagen de Dios,
que cada ser humano es un lugar donde la «presencia» de Dios se hace
perceptible. Los templos, las iglesias serán lugares que nos recordaran
constantemente esta certeza.
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