Lugar donde la tradición sitúa el «Sermón de la montaña» |
El
1 de noviembre celebramos la solemnidad de «todos los santos», de tantos y tantas
que ya están disfrutando plenamente del amor de Dios, porque su vida ha sido
–en mayor o menor grado– una respuesta de amor.
¿Cuántos?, ¿cuántas?:
seguramente un número que se escapa a todas nuestras cuentas, una cifra que no
sé si cabe en el ordenador más potente del mundo. En la primera lectura, del
libro del Apocalipsis, se menciona «una muchedumbre inmensa, que nadie podría
contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua». Es realmente consolador.
El
evangelio de esta festividad es el «sermón de la montaña» y en él Jesús nos
habla de quienes son los felices, los dichosos, aquellos que están llamado a
vivir la alegría en plenitud. Y curiosamente no se corresponde con los que
normalmente pensamos que son los afortunados: aquellos que tienen dinero,
poder, prestigio, fama… ¡No!, los felices del evangelio son los pobres, los que
sufren diversas desgracias, aquellos que no les ha ido bien en la vida. Y junto
a ellos, los que saben amar, lo que se empeñan en un mundo más justo donde
reine la paz, los que luchan por un mundo donde todos puedan vivir. Es posible
que entre unos y otros consigamos que el mundo cambie; que los seres humanos
sean más solidarios; que la alegría, la paz, el amor, los bienes de la tierra
sean algo de todos y no de unos pocos. Es una tarea a realizar aquí y ahora,
aunque conscientes que su plenitud sólo la podremos disfrutar en el cielo,
donde la única medida es la del amor.
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