En
la fiesta de la Asunción celebramos que María ha subido al cielo y desde allí
intercede por todos y cada uno de nosotros y de nosotras. La primera carta de
Pablo a los cristianos de Corinto (segunda lectura) nos recuerda que Cristo ha
resucitado, que el es la primicia, el primero que como hombre disfruta ya de
una vida que no tiene fin, donde la muerte es aniquilada. María –proclama la
liturgia de este día– ya está gozando de esta realidad y, desde ella, sigue
preocupándose y ocupándose de todos sus hijos e hijas, de cada ser humano.
El
evangelio nos presenta a María visitando a su parienta Isabel, haciendo un
largo viaje para ponerse a su servicio. Ha sabido por el anuncio del ángel que
está embarazada de seis meses y corre a darle la enhorabuena, a alegrarse con
ella, pero sobre todo a ayudarla, a atenderla en lo que necesite. María es una
mujer servicial, atenta a las necesidades ajenas, y este papel sigue
ejerciéndolo, de una forma amorosa.
Ella
«canta», «proclama» las grandezas de Dios, un Dios que está del lado de los
humildes, de los hambrientos, de los pobres. Un Dios amor: amor misericordioso,
amor fiel. Por eso celebramos que desde el cielo sigue atenta a nuestras
necesidades y nos muestra un Dios que rompe con muchos esquemas del mundo, con
muchos modelos incluso religiosos: un Dios entrañable.
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