Dios
nos ama con amor infinito, entrañable, paternal, nos recuerda el evangelio de
hoy. Nos ama aunque nosotros nos empeñemos en no amar.
Cuantas veces nuestras vidas se
enfangan, como le pasó al hijo menor de la parábola, y no hallamos salida. Nos
desesperamos porque pensamos que no hay solución. Pero Dios no ha dejado en
ningún momento de amarnos. Él nos está esperando, más aún, sale a nuestro
encuentro: su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al
cuello y se puso a besarlo. Es Él quien corre a encontrarse contigo; es Él
el que se emociona con tu vuelta; es Él el que está loco de amor por ti, por
cada uno de nosotros.
Y, más aún, nos devuelve nuestra
dignidad de persona, que habíamos pisoteado, que los demás nos negaban: sacad
en seguida el mejor traje y vestidlo; ponerle un anillo en la mano... Nos
invita a participar de la alegría del banquete del Reino.
Pero no todos entienden esa actitud
del Padre; hay algunos que se creen con más derechos, porque piensan que nunca
han fallado. Aunque se han olvidado de lo más importante: el amor. El hijo
mayor habla de ese hijo tuyo que es un perdido. Y el padre le dice: es tu
hermano, deberías alegrarte. El reconocer a Dios como Padre implica el
reconocer al otro como mi hermano o mi hermana.
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