Santiago,
hijo de Zebedeo, hermano de Juan, del grupo de los Doce, morirá mártir por
«obedecer a Dios antes que a los hombres»; por mandato del rey Herodes
(alrededor del año 43 d.C.), que le «hizo pasar a cuchillo» (primera lectura).
Pablo, en la segunda lectura, describirá cómo es la vida del apóstol, de todo
aquel que se empeña en predicar y en vivir, hasta las últimas consecuencias, el
mensaje de Jesús.
Que
lejos queda este momento de la entrega definitiva de Santiago, por amor a
Jesús, de la escena del evangelio de hoy. La petición que Mateo pone en boca de
su madre y Marcos en la de ellos mismos (Santiago y su hermano Juan) no es de
lo más edificante. Es una solicitud de poder, de prestigio, de mando. ¡Muy
humano! Pero no cuadra con la buena noticia de Jesús: «No sabéis lo que pedís»,
les recriminará el Maestro.
El
camino que les enseñará (que nos enseña) Jesús es bien distinto: «el que quiera
ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser
primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo» Quien tiene la misión de
dirigir en la comunidad cristiana, y todo seguidor de Jesús, ha de estar
dispuesto a servir, a ser esclavo de los demás, a renunciar a cualquier parcela
de poder. Y esto no es una declaración de intenciones que queda muy bonito en
un discurso, sino una actitud irrenunciable. Incluso cuando significa jugarse
la vida por defender a los más débiles, por ser fiel al mensaje de Jesús, como
al final hizo Santiago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario