La narración del evangelio de este domingo transcurre en un escenario no habitual, en un pueblo de Samaria. Además de
Jesús, el personaje principal en la escena no son los discípulos sino una
mujer. Jesús, saltándose los convencionalismos de la época, conversa distendidamente con ella. Es una mujer, además
extranjera (samaritana) y con un historial moral mal visto, lo que la hace una
interlocutora inadecuada para cualquier judío. Pero la «Buena Nueva» de Jesús no
sabe de convencionalismos ni se detiene ante los límites sociales
discriminatorios. A partir de una situación ordinaria, cotidiana le habla del
«don de Dios», un don que no conoce las fronteras que hemos inventado los seres
humanos y que acoge a todas y a todos sin distinción de sexo, raza, cultura o
forma de vida.
Jesús es el «agua viva», capaz de
saciar, para siempre, la sed del ser humano; no
como otras aguas que sólo quitan la sed momentáneamente (diversiones,
placer, poder, dinero, éxito, etc.). Nosotros que hemos experimentado esta
realidad (?!) somos invitados a compartir este «agua» con los demás, como lo
hizo la mujer samaritana con sus compatriotas: «muchos creyeron en él (en
Jesús) por el testimonio que había dado la mujer», porque el don es inmenso,
grandioso, no tiene límites.
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