Iglesia de la Transfiguración (Tabor, Israel) |
La
escena del Evangelio de hoy anticipa el misterio glorioso de Jesús, pero no
obvia la antesala: su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. La
liberación que proclama Jesús y de la que su resurrección es el exponente que
la garantiza, no ahorra el sufrimiento de la cruz y de la muerte.
En
Jesús se cumplen todas las esperanzas del pueblo de Israel, del pueblo de Dios,
representado en la escena por Moisés y Elías, la Ley y los Profetas. Dios Padre
corrobora que es así: Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.
Pedro,
Juan y Santiago son espectadores de esta teofanía, de esta manifestación de
Dios. Pero, como es habitual, no entienden nada: primero se caen de sueño,
luego no saben lo que dicen, al final están asustados... ¡Qué difícil es a
veces percibir la fuerza de la Buena Nueva de Jesús!
El
Evangelio del Reino es un mensaje gozoso de liberación. Pero este mensaje no va
a ser en muchas ocasiones bien acogido: Jesús sabía que con su predicación y
con su estilo de actuar se jugaba la vida. Los discípulos están dispuestos a
llegar a la meta, pero no siempre están preparados para asumir las
consecuencias del seguimiento radical de las enseñanzas y de la vida de Jesús.
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