La narración del evangelio que contemplamos este domingo describe a un «sembrador» que esparce la semilla de la Palabra de Dios por doquier. Ningún lugar se queda sin su porción de semilla, a nadie le es negada la Palabra salvadora: no importa que sea un desvío del camino, un terreno aparentemente infértil, una tierra donde sólo crecen zarzas y malas hierbas o un campo preparado para la siembra. La Palabra de Dios ha de llegar a todos, sin excepción. Otra cosa es la respuesta de los receptores de esta Palabra, condicionada por su situación aunque, sobre todo, subordinada a su libertad personal.
Jesús ofreció su «Buena Noticia», su Palabra a todos. Y, es verdad, que todos no la acogieron igual ni, tampoco, dio en todos el mismo fruto. Pero esto no determinó su actuación ni sus palabras; no limitó su aproximación a todas las personas, independientemente de su condición social, religiosa, moral, etc.
Es verdad que el evangelio de hoy apunta al cómo de la acogida de la Palabra de Dios; pero no puede pasar desapercibida esta otra percepción: no podemos hacer acepción de personas en nuestra tarea evangelizadora, en nuestra oferta de ayuda, en nuestra acción social, en nuestra plegaria. Jesús no lo hizo, sus discípulos y discípulos no debemos, no podemos hacerlo tampoco.
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