El domingo de
Ramos anticipa litúrgicamente los acontecimientos que se desarrollarán a lo
largo de la Semana Santa que comienza: anuncia el desenlace trágico de la vida
de Jesús. Preludia un final, no obstante, que no acaba con la muerte, «una
muerte de cruz», como subraya la carta a los Filipenses (segunda lectura), sino
con la resurrección, con la exaltación de Jesús, al que se le concede el
«Nombre-sobre-todo-nombre».
Es un final,
desde el punto de vista humano, cargado de traición: «Al que yo bese, ése es;
detenedlo»; pero con una respuesta de Jesús de amor: «Amigo, ¿a qué vienes?».
Su muerte responde a la forma en que vivió. Su máxima fue la fidelidad a la
voluntad de Dios-Padre y el amor a cada ser humano, hijo e hija de este Padre.
Precisamente, por esto, muere poniéndose en las manos del Padre, desde la
experiencia sensible de la ausencia de Dios, como lo prueba la oración del
salmo 22 (21) (salmo responsorial) que el evangelista pone en boca de Jesús:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», pero consciente de que el
Padre puede cambiar la muerte en vida, el mal en bien. Será en la cruz donde lo
reconocerán, lo reconoceremos como el Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo
de Dios».
Precioso comentario que a su vez entrelaza el Evangelio con las otras lecturas del domingo. Ciertamente murió de la misma manera que vivió, fiel a su máxima: la entrega al prójimo. Me fascina ese Amor tan grande que nos muestran las acciones de Cristo, ese Anor que es para TODOS
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