martes, 3 de mayo de 2016

La Ascensión del Señor - Lc 24,46-53

Jesús ha resucitado, asciende al cielo, pero la historia de la Buena Noticia que ha traído para todos los seres humanos sólo ha hecho que empezar.

En su nombre Él envía a todos sus discípulos y discípulas a predicar de palabra, pero sobre todo con el testimonio de su vida que las cosas y las personas pueden cambiar (conversión), que no nos podemos quedar en una crítica negativa y derrotista de la realidad que nos envuelve, que nos hemos de empeñar con todas las fuerzas en hacer posible este cambio. Y, también, que Dios ofrece gratuitamente su perdón a todos los hombres y a todas las mujeres, que siempre hay otra oportunidad, porque lo que define a Dios es el amor.

Él se queda con nosotros, no nos deja solos. Promete –y siempre cumple sus promesas– que seremos revestidos de la fuerza de lo alto; es decir, que Dios estará a nuestro lado, de nuestra parte, y nos proporcionará la fuerza que necesitamos para esta inmensa tarea.

El grupo de discípulos recibe su impulso de la oración: Ellos se postraron ante él. Es la fuerza que nace de una oración confiada. Y, por ello, se vuelven con gran alegría. Algo que define al seguidor y a la seguidora de Jesús es la alegría, la gran alegría, que no desfallece ante las dificultades o dramas de la vida.

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