Con la solemnidad de la fiesta de «Jesucristo, rey
del universo» se cierra el año litúrgico. En este último domingo escuchamos el evangelio del Juicio final, que nos narra el
evangelio de Mateo, de una forma magistral. La actitud que es alabada o
denunciada, en quien la ha vivido o en quien la ha ignorado, es repetida –según
el estilo semita– hasta cuatro veces. El narrador quiere que quede
profundamente grabada en los lectores-oyentes. No podemos obviarlo cuando
leamos y/o oigamos este texto.
El juicio consiste en señalar o acusar la conducta
que tuvimos ante el ser humano necesitado (hambriento, sediento, forastero o
inmigrante, sin ropa, enfermo, encarcelado…). Jesús se identifica con cada
hombre y cada mujer que padece estas carencias, con cada persona que es rechazada,
marginada o ignorada socialmente. Allí está Jesús. No seremos juzgados por
haberle reconocido o no a Él en estas circunstancias («¿cuándo te vimos
con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel?»,
responden tanto unos como otros), sino en
cómo hemos acogido o rechazado a las personas que necesitaban nuestra ayuda.
Lo nuclear en el mensaje de Jesús no es el culto,
no es el ir a misa los domingos, sino el amar, el hacer propias las necesidades
del prójimo; de esto es de lo que seremos juzgados. El culto, la eucaristía, la
plegaria sólo tienen sentido si nos tomamos en serio que nos anuncian, nos
interpelan a vivir esta actitud irreemplazable.
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