Todo lo
que hemos recibido es en usufructo, es decir, no me pertenece. El administrarlo
para el bien propio, pero sobre todo para el bien común es la tarea que tenemos
encomendada. «No podéis servir a Dios y al dinero» es la máxima del evangelio
de hoy. No nos está pidiendo que renunciemos a todo lo que tenemos; nos está
invitando a que no seamos esclavos del dinero. El dinero, nos guste o no, es
necesario para vivir. Esto es una realidad ineludible, pero no el que el dinero
sea una prioridad en nuestra vida: eso ¡no!
No es lógico, ni humano, el que una
cuarta parte de la población mundial tenga las tres cuartas partes de la
riqueza del mundo. No es lógico, ni humano, que en nuestras ciudades al lado de
un lujo desmesurado, de un gasto sin medida, de una vida de diversión, de
viajes de placer continuos, etc., encontremos –si no pasamos de largo o
«cerramos los ojos»– personas que duermen en un cartón en la calle; individuos
que se alimentan de lo que encuentran en los contenedores de basura; prójimos que no encuentran trabajo, por mucho
que lo intenten, porque son «ilegales» o no nos gusta el aspecto que tienen;
semejantes de los que nadie se ocupa ni preocupa. No es lógico, ni humano, ni
cristiano, que todas estas cosas ocurran y nosotros «pasemos» de ellas: no es
mi problema; son unos vagos; se lo gastarán en vino o en drogas; que se vuelvan
a su tierra...
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